Este relato va dedicado a Kradven y es fruto de una tontería, tras dos invitaciones de boda se me ocurrió, pero quiero dejar claro que las dos bodas fueron maravillosas y no me sentí como el protagonista en ningún momento.
Dicho esto, espero que os guste:
FESTÍN:
Recibí una invitación a una boda y desde ese día mi vida
cambió para siempre.
Recuerdo que mi abuelo me contaba los suculentos festines
que acompañaban siempre tan fastuosos eventos, cómo incluso las familias más
humildes gastaban hasta la última moneda de sus ahorros en pagar dicho convite.
Con esta idea en la cabeza me dispuse a asistir por primera
vez a una, lleno de ilusión e intriga ya que, como todo el mundo sabe, esta
tradición ancestral ya apenas se realiza.
Cual arqueólogo en busca de reliquias del pasado, me
engalané lo mejor que pude y decidí no desayunar para poder disfrutar como se
merecía del banquete.
La ceremonia fue todo un alarde de clichés sacados de los
libros de historia, hubo niña vestida de princesa lanzando pétalos de rosa,
otra que llevaba las arras, los anillos los traía el pequeño terrier de la
pareja en un cojín atado en su lomo. Vestido blanco, votos cursis y arroz del
que se te mete entre los pliegues de la ropa y te molestan durante horas. Por
supuesto no faltó la interminable sesión
de felicitaciones y fotos con la pareja, que pareció no terminar nunca.
Mis tripas rugían frenéticas, sentía que estaba a punto de
desmayarme y empecé a tener alucinaciones plagadas de gambas bailando y
solomillos nadando en salsa. Debieron notar algo porque la gente empezó a
apartarse sutilmente de mi lado, supongo que temerosos de morir ahogados entre
mis babas.
Por fin atisbé un camarero y, vergüenza me da confesarlo, le
asalté sin compasión, mas, triste engaño el perpetrado por ese pérfido salón de
bodas pues la comanda que con tanto énfasis me empeñaba en atrapar no era más
que un par de copas de cava para que los novios hiciesen un pomposo brindis.
Pasado el momento de azoramiento y tras disimular fingiendo
que estaba gastando una broma a los presentes, decidí terminar mi “actuación”
haciendo una exagerada reverencia, lo que provocó menos risas de las que
esperaba y más cuchicheos y malas caras de las deseadas.
Me ofusqué en un rincón rogando a los cielos que todo
terminase pronto para volver a casa, por lo visto algo malo debí hacer en otra
vida porque no contentos con matarnos de hambre, los novios nos tenían
preparada una sesión de tortura disfrazada de juego grupal. La cosa consistía
en buscar tu nombre en una pieza gigante de puzle y luego tratar de encajarla
con la de los otros comensales hasta formar el nombre de la mesa en la que
tenías el sitio reservado.
Tras veinte minutos con la tontería, logré adivinar mi
destino y me dirigía a él cuando una joven de aspecto muy agradable me cortó el
paso. Como soy de natural poco modesto, pensé que había sucumbido a mis
encantos y deseaba conocerme mejor, así que no me pareció raro cuando me
extendió un papel mostrándome una gran sonrisa. Volví a equivocarme en mis
conclusiones, porque no me estaba dando su número de contacto sino una hoja
perfumada con forma de corazón en la que, según la muchacha, debía escribir un
mensaje para los novios.
Viendo que si no escribía algo no me iba a dejar pasar,
garabateé un “que seáis muy felices” y le devolví la nota. Aparentemente había
cumplido el requisito para desbloquear el acceso a la zona de las mesas así que
me acomodé y, nervioso, dirigí mi mirada hacia la salida de camareros.
Esperé, esperé y esperé, pero de esas malditas puertas no
salía nadie.
Los novios entraron en la sala cogidos del brazo, recibidos
por aplausos y pétalos de rosa, se besaron y comenzó a sonar un vals lo que
propició que se pusieran a bailarlo mientras la gente sonreía con los ojos
llenos de lágrimas. El baile les fue acercando cada vez más a su mesa y, mientras
el ritmo decaía, en un gesto claramente ensayado, se sentaron en el preciso
instante en el que paraba la música.
Por fin iba a comenzar el desfile de comida, eso que llevaba
deseando todo el día. Las puertas se abrieron y casi lloré de emoción pues los
camareros portaban bandejas con las viandas. Me llamó la atención que los platos
estuviesen tapados con lo que parecían pequeñas bóvedas de metal, pero a esas
alturas ya nada me importaba. Descubrí mi plato y entonces sí que lloré, y
pataleé de tal manera que tuvieron que llamar a la policía para sacarme de
allí.
Ahora estoy en el hospital, recuperándome del ataque de
nervios, pronto me darán el alta, pero mi vida social murió en el mismo
instante en el que decidí ir a la boda.
Maldita sea esa nueva moda alimentaria, malditos
vitaministas y su manía de ingerir todos los nutrientes a través de pastillas.