¡Hola de nuevo a todo el mundo!
Ya sabéis que me cuesta mucho escribir desde hace tiempo y estaba muy triste por eso. Pues bien, el otro día me metí a cotillear a una librería de segunda mano cerca de casa y descubrí que daban cursos de escritura creativa y me apunté a uno. Son pequeños y auto conclusivos pero me encantó la experiencia y entre juegos y demás conseguí escribir este pequeño cuento:
TARTA DE MANZANA
Paseando por la calle, Ricardo se sobresaltó con un
relámpago que hizo que se estremeciese de miedo; le daban pánico las tormentas
y más si no se encontraba al abrigo de su casa, tapado con una manta y
escuchando la radio. (Cosa que, para él, era la definición de una tarde
perfecta).
Miró la lista de la compra: Todavía le faltaban la rúcula y
el repollo, tendría que darse prisa o le cerrarían las tiendas.
Se acabó el ir paseando por la calle, tocaba ir a paso
ligero, con buen ritmo. Aunque inevitablemente, se le fue la mirada hacia la
pastelería. Esas rosquillas casi le gritaban “cómeme”, pero no, no podía perder
más tiempo.
Llegó a su destino, una pequeña frutería casi escondida en
un rincón de la calle. Un cartel anunciaba que la oferta del día era de un kilo
de ruibarbo a dos euros, pero Ricardo pasó de largo. ¿Qué narices era un
ruibarbo y cómo se comía? Él tenía una regla clara: Si su madre no había
comprado nunca un producto él tampoco lo haría y, desde luego, el ruibarbo no
parecía algo que ella compraría.
Pero esas manzanas de color rubí que se encontraban en la
caja de al lado sí que tenían pinta de ser dignas de su progenitora.
En otro paseo unos días antes, se había atrevido a acercarse
a la puerta del cementerio pensando que esta vez sí podría llegar hasta su
tumba, pero no había andado ni cien metros cuando se echó a llorar
desconsoladamente.
Ruperta había sido una madre de las de antes, repleta de
amor pero dura, siempre pendiente de sus necesidades pero con poca paciencia
ante los berrinches. Sí, esas manzanas le habrían gustado mucho, seguro que
hubiese hecho una de sus maravillosas tartas con ellas.
Sin embargo, ahora estaba solo. Ya no existía “El equipo de
la letra R”: Ricardo y Ruperta, expertos en buscar palabras que empezasen con
esa letra y pasándose tardes enteras compartiendo las más raras y rebuscadas
que habían descubierto durante el día mientras disfrutaban de un café bien
cargado y de una porción de aquella tarta de manzana que ella hacía mejor que
Simone Ortega (Eso le decía él, sabedor de que la famosa cocinera era el ídolo
de su madre).
Entonces, Ricardo, como poseído por un impulso invisible,
cogió varias de aquellas manzanas hasta llenar la bolsa y, olvidándose del
resto de cosas de la lista y de la tormenta, pagó apresuradamente y salió
corriendo.
- ¡Mira, mamá, te traje manzanas para la tarta! - Dijo,
mientras depositaba la más vistosa en la tumba. - Y he aprendido una palabra
nueva: Ruibarbo. - De pronto, Ricardo se dio cuenta de que se sentía de nuevo
como en casa.
Sonrió abiertamente, enseñando sus tres dientes en un
mareado adiós: - Ya no es necesario que vengáis al funeral, ella sigue viva en
mi recuerdo.