No sé si ha sido el calorcito, el que hoy me voy de vacaciones, el que últimamente ando contenta o si es que acaso me ha picado algo, pero la sequía literaria parece que remite así que aprovechemos mientras dure.
¡Espero que os guste!
EL ARTISTA:
Nunca había destacado por su inteligencia, más bien al
contrario. En el colegio era el único que no aprendió a leer en voz alta con
fluidez y su pelea con las matemáticas
había sido un caso perdido por lo que sus profesores se limitaban a dejar que
pasase el tiempo en clase haciendo lo que buenamente podía, sabedores de que no
iba a llegar muy lejos.
Las subvenciones que le otorgaron de adulto declarando que
era incapaz de ejercer profesión alguna le resultaban suficientes para vivir
holgadamente y él era feliz así, aunque
en el fondo pensaba que la gente exageraba y que, si le dejasen, demostraría su
valía.
Casi todo su tiempo lo pasaba en aquel museo, se había hecho
socio y eso significaba que el dinero que donaba todos los meses servía tanto para
traer exposiciones nuevas y mantener las viejas, así como para proporcionarle
un pase permanente.
Los trabajadores del centro ya le conocían, era como de la
familia y le dejaban acceder incluso a zonas que normalmente estaban vedadas a
los visitantes. Eso le hacía inmensamente feliz, pero sólo él sabía la razón de
tanta dicha.
Se había aprendido de memoria la vida y obra de todos
aquellos sabios famosos, sus inventos, sus partituras, su arte… Vivía
obsesionado con ellos, con lograr ser tan inteligente y con llegar a ser así de
venerado tras su muerte.
Todas las noches al llegar a casa, con la cabeza llena de
datos, se encerraba en el sótano y perfeccionaba su invento. Llevaba con esta
rutina ya veinte años y por fin parecía que iba a conseguir que funcionara.
Se puso el rudimentario casco de bici que había modificado
añadiendo placas, cables y hasta una antena de radio, conectó la corriente,
cerró los ojos y empezó la magia.
Entre las más de doscientas opciones que había programado
eligió a Van Gogh porque su arte siempre
le inspiraba. Cuando la máquina se puso en marcha supo que había conseguido su
objetivo, no sólo era capaz de pensar en la profundidad del color, o en dónde y
cómo dar las pinceladas para conseguir una obra de arte sino que cogió un
pincel y pintura y comenzó a crear. Poco a poco, el blanco lienzo empezó a
mostrar la silueta de aquellos famosos girasoles. Pero no era suficiente,
necesitaba hacer más cosas, no podía estarse quieto y una enorme sed de absenta
se apoderaba de él. Frenético salió a trompicones de la casa, entró en una
licorería y compró una botella de aquél líquido verde, bebiéndosela en cuestión de
minutos directamente de la botella, sin diluir. Volvió a casa tambaleándose y
la tristeza se apoderó de él. Sintió la necesidad de demostrarle a aquella
bonita chica de la tienda de regalos cuánto le importaba, por lo que no tuvo
más remedio que regalarle algo muy preciado por él. ¿Qué podía ser? Por
supuesto, estaba claro, por lo que, con un cuchillo de cocina afilado, se
cercenó el lóbulo de la oreja y,
haciendo caso omiso al dolor y la sangre, lo envolvió amorosamente y lo metió
en un buzón.
Nunca llegó a ser consciente de lo bien que funcionaba su
máquina, de cómo te hacía no sólo sentir en tu mente los conocimientos de los
grandes artistas sino también todos sus sentimientos, paranoias y manías. Había
sido tan concienzudo en su trabajo que murió desangrado en plena calle, convencido
de ser aquél a quien admiraba como si en vez de una simulación, su máquina
hubiese conseguido hacer un trasplante de cerebro.
Nadie lo supo nunca, pero aquella noche no había muerto un hombre
corriente ni siquiera, como muchos pensaban que era, un tonto, sino el que, con
toda seguridad, había sido el mejor inventor de toda la historia.